Alguna vez, allá lejos en el tiempo, el humorista español Enrique Jardiel Poncela dijo en una de sus chispeantes apostillas que si «la luna está siempre pálida es porque hace vida nocturna».
La frase viene justita al recuerdo, en tiempo de cadencias carnavaleras y complicidades afectivas en la alta madrugada, ante este libro de Álvaro García que tiene la virtud primordial de reafirmar el valor en sí mismo, desde el punto de vista poético, de las letras originalmente escritas para ser cantadas por una murga.
Poesía de pueblo, si, canción de esquina a la manera de aquello que el gran «Wimpi» definía como una ventana abierta a la calle para atrapar vivencias de lo cotidiano y volcarlo en el lirismo de esa retirada que es, siempre, la frutilla del postre para toda murga que se precie de las más genuinas esencias del genero.
La recopilación de diez de esas creaciones escritas en la última década por García -un joven Contador Público con alma de gorrión de cara pintada- para Contrafarsa y La Gran Muñeca resulta entonces un aporte desde todo punto de vista positivo ya que más allá de su trabajo personal reivindica legítimamente a la letra de murga como expresión lirica, en el más cabal sentido del término.
Desde el propio título de este volumen, con el simbólico «Volviendo a casa en madrugada. Poesía murguera de fin de siglo», el autor une su alma con el lector que antes escuchó esos mismos versos en las voces del coro estirado, al vuelo melódico de la clásica «batea» de bombo, platillo y redoblante.
Leer esos poemas pautan, por cierto, una historia y una sensación distintas desde el punto de vista reflexivo, aunque sin duda gratificantes, y hacia ese objetivo apunta con muy buena puntería el libro que, desde ya, es parte del propio acervo carnavalero en estas ásperas, contradictorias, aunque también previsiblemente esperanzadas, postrimerías del milenio.
Triplemente académico -por su condición universitaria, su formación en las cosas del mundo popular y la pasión ilimitada por el Racing futbolero- Álvaro es uno de los más brillantes exponentes de la savia nueva de la poética murguera, cimentada en el ejemplo de maestros imborrables.
Y paralelamente, en justa yunta, un conocedor a fondo, desde adentro, tallando en el coro y cubriendo los distintos rubros de esa categoría, de todos los secretos de un género carnavalesco que define con códigos intransferibles la genuina esencia del barrio como universo afectivo.
Un beso a la vida… «piropos de murga en aire de febrero» escribe al autor y, de esa forma, con sencillez pero también en alas de fina sensibilidad costumbrista, refleja en sus retiradas el perfil humano, las vivencias esquineras, los sueños y las ilusiones, los logros y las frustraciones; esas cosas cotidianas, en suma, que trazan las facetas más resaltables de la impronta de la gente.
Entre su manojo de versos le canta por ejemplo, «al camión volando sobre toda la ciudad» con su carga de murgueros, disfraces, utilería, instrumentos musicales y cajas de colores para rendirle tributo así, líricamente, a un arquetipo del universo carnavalero.
Y si ánimo de emulación, simplemente por natural referencia, se perfila la comedia humana de la balada de Horacio Ferrer que pauta anchas complicidades con los locos-cuerdos y entrañables que «inventaron el amor».
Habla de historias siempre sin final, ni telón, y no dice nada aventurado al afirmarlo pues el secreto clave, ese misterio eterno de la mística carnavalera es precisamente ése: el nacimiento, la muerte y la resurrección de la calle y sobre las tablas, en un desafío creativo que no cesa.
Por allí, su fresca inspiración se orienta hacia alguna cantina de barrio o a un boliche de añejas querencias, con lunga historia, y alude cálidamente al murguero más viejo del mundo, que «nació en un camión, creció en un cuplé» y sigue palpitando ignotamente en algún rincón de la ciudad.
Su poesía recoge un estado de ánimo que es de todos, cuando los fuegos de Momo iluminan el alma: – «Andan los viejos murgueros/ prendidos del estaño/ aguantando la llama/ junando la partida/ van pasando la posta/ con el fuego sagrado/ y aunque nunca se irán/ cantan… la despedida».
O la otra interrogante, no menos emblemática, preguntándose en voz alta ¿qué hacen los murgueros entre Carnaval y Carnaval?, cuando «quedan congelados los sueños del tablado», inevitablemente «bancando inviernos».
«Un año sin disfraces desde marzo a febrero/ ¿dónde esconden los colores?/ ¿cómo apuran las hojas del almanaque…?», interroga, mientras «Pitufo» marca los tonos, traza sus características piruetas y rinde tributo evocativo desde el corazón a la fibra candombera del inolvidable Tito Pastrana, catedrático mayor de directores.
Este libro es para leer y releer, obviamente, pero también para escucharlo y animarse al tarareo, dicho ello sin el mínimo atisbo de metáfora.
Porque cada verso de Álvaro alienta una música querendona, íntimamente nuestra, surgida desde abajo para proyectarse a las alturas del fecundo imaginario del pueblo, que va conformando los capítulos impostergables de la memoria colectiva.
Poesía de murga, embrujo renovado de los carnavales de la vida que siguen deshojando almanaques de ilusión como un viajero incansable y empedernido del tiempo sin edad.
A marcha camión, con fervores y emotividad a flor de piel y el recuerdo de «Rubito» Lena que «de la raíz del pueblo y a cantar» sigue arrimando desde una esquina de barrio su verdad sin mácula: -«Venimos, desde lejos/ del hondo y misterioso Carnaval/ el hombre es un muñeco/ el hombre es un muñeco/ de sueños nada más…».
GURUYENSE